Un bosque. La naturaleza se abre paso. Una oscura cuesta abajo y un coche que una mujer conduce a toda velocidad. En el horizonte de una curva aparece una luz y conforme se acerca el coche se adivina un hombre que, en mitad de la carretera, arde con los brazos abiertos. La cuesta se impone y se produce el accidente. El coche, y la vida, dan vueltas de campana.
Ahí, en mitad del accidente, en ese espacio medular, interior, quizá baldío e informe, casi olvidado, donde gritan fino y pequeño las voces sin cuerpo, donde abren la boca para beber los sentidos, ahí: hubo alguna vez algo, algo bello, algo escondido en la espesura.
Ahí, dos hermanos, intoxicados por la violencia de su educación –Hansel y Gretel definitivamente abandonados por sus padres, Adán y Eva permanentemente expulsados del Jardín del Edén- descubrirán la evidente inutilidad de trazar un camino de vuelta a casa. No hay miguitas, no hay pajaritos. Fin del cuento.
Ahí, Eva, delicuescente, con la propiedad que tienen algunos cuerpos de absorber del aire la humedad que necesitan para sobrevivir, nos espera para acompañarnos en esta incursión nocturna a lo más profundo del bosque.